Lecturas


CURIOSIDADES   MATEMÁTICAS

 Un matemático paseaba por el campo aburrido, sin nada que hacer cuando se encontró a un pastor que cuidaba un numeroso rebaño de ovejas.
Para matar el aburrimiento, se acercó con intención de divertirse un poco a costa del paleto.

- Buenos días, buen pastor. Dijo el matemático
- Buenos días tenga usted, caballero.
- Solitario oficio, el suyo de pastor, ¿verdad?
- Pues sí mire. Usted es la primera persona que veo en seis días.
- Entonces estará usted muy aburrido, supongo.
- Sin duda. Daría cualquier cosa por un buen entretenimiento.
- Perfecto mire, le propongo un juego. Yo intento adivinar el número exacto de ovejas que hay en su rebaño y, si acierto, me regala usted una. ¿Qué le parece?
- Vale, trato hecho, dijo el ovejero pensando en que jamás lograría adivinar el número.

El matemático pasa su vista por encima de las cabezas del ganado, murmurando cosas y haciendo cálculos raros, y en unos segundos anuncia:
- 586 ovejas.

El pastor, admirado, confirma que ése es el número preciso de ovejas del rebaño. Se cumple   en efecto el trato acordado, y el matemático comienza a alejarse con la oveja escogida por él mismo.

- Espere un momento, señor. ¿Me permitirá una oportunidad de revancha?
- Hombre, naturalmente dijo, con una sarcástica sonrisa
- Pues ¿le parece que, si yo le acierto su profesión, me devuelve usted la oveja?
- Pues venga. ¿cómo va a saber el paleto este cuál es mi profesión?
- El pastor sonríe, porque sabe que ha ganado, y sentencia:
- Usted es matemático.-

- ¡Caramba! Ha acertado. Pero, pero...  no acierto a comprender cómo.  Cualquiera con buen ojo para los números podría haber contado sus ovejas.

- Sí, sí, pero sólo un matemático hubiera sido capaz, entre 586 ovejas, de llevarse el perro.

Cuentos africanos

LA MADRE QUE SE CONVIRTIÓ EN POLVO


Este nuevo mito de la creación procedente de Malaui, escrito por el autor de literatura infantil y narrador de cuentos Kasiya Makaka Phiri e ilustrado por Jonathan Comerford, nos recuerda el gran valor de la Madre Tierra.

El sol tuvo hace mucho tiempo una hija. Igual que su padre, era una estrella de gran resplandor, que vivía en el resplandor aún mayor del sol. Calzaba zapatos de relucientes bengalas y se adornaba los dedos, los tobillos, las muñecas y el cuello con chispas recogidas de las estrellas fugaces. Relucía con fulgurante brillo y alumbraba el vacío que hay más allá del sol y al que se llama cielo. Allí reinaba y gobernaba con gran sabiduría, amor y compasión. 

Cierto día en que hacía su ronda de inspección de los innumerables planetas del vasto universo, divisó un planeta en un rincón apartado. Estaba muy lejos, casi fuera del alcance del sol. Era de todas las tonalidades del verde y del azul. Después de mirarlo bien otra vez, la estrella le dijo al sol: —Ahí, en ese planeta, es donde quiero instalar mi trono. Quiero pasar la vida entre la exuberancia del verde y la frescura del azul. 

El sol suspiró. Contempló el intenso brillo de la estrella y volvió a suspirar. Sus ojos alcanzaban a ver los años venideros del futuro distante. 
—Es todo tuyo —dijo—. Puedes ir adonde quieras. Puedes hacer lo que te plazca. Pero que sepas que tendrás que desprenderte de la mayoría de tus poderes y dejarlos aquí. Tu brillante manto de luz pura, tus zapatos de bengalas, tus ajorcas, brazaletes y collares con el centelleo de los luceros del alba y las estrellas crepusculares, nada de eso podrás llevártelo. El delicado verdor del planeta no soportaría el calor de tu resplandor y el azul se secaría
por completo. Ahora bien, a cambio de tu brillante vestimenta, puedes pedir tres deseos que se te concederán incondicionalmente. 

—Muy bien —respondió la estrella—. Permíteme que lo piense. Estuvo pensándolo años y años. Porque así funcionan las cosas de las estrellas y del sol en el vasto universo. Todo tarda años y años en suceder, aunque para ellos sea como si sólo hubiera transcurrido un instante. Al final, después de haberlo meditado bien, la estrella tomó una decisión. Aceptó desprenderse de su manto, dejar su capa de luz de alba, sus zapatos de bengalas, sus sandalias de luz de atardecer y sus zapatillas de resplandor crepuscular. Entregó al sol las deslumbrantes prendas y luego dijo:

 —Ya estoy lista para partir hacia el planeta verde y azul, seré su madre. —Llévate todo lo que necesites. Que sepas que aquí te echaremos mucho en falta, aunque día a día te tendremos a la vista. Y no olvides que siempre te recibiremos con los brazos abiertos si regresas —dijo el sol—. Claro que, por desgracia, con tu nuevo cuerpo, nuestro resplandor quizá no te resulte siempre agradable en ese pequeño planeta. Alrededor del sol, fueron diseminando los anillos, ajorcas, brazaletes y collares de la estrella, formando una larga cola de estrellas, bengalas, polvo de estrellas y centellas que se extendió por el cielo como un reguero de leche derramada. Los dispusieron de tal forma que fueran visibles desde el planeta verde y azul, para que la estrella tuviera un constante recordatorio de sus orígenes. 

Y, al fin, partió la hija del sol, primero cabalgando sobre una estrella fugaz que se movía a toda velocidad por el tiempo y el espacio. Luego montó sobre un rayo de luz en la tenue alborada, pero aún le quedaba un largo camino por recorrer. La estrella llevaba consigo una azada, un almirez con su mano, una criba para aventar el grano, un cántaro para guardar agua, un puchero de cocina, platos hechos de bambú y de madera, una hachuela, una estera y un gran lienzo de tela para cubrirse. Al final, montó en el primer haz luminoso que había de llegar al planeta verde y azul. Al tomar tierra en el planeta, comprendió por qué se veía tan verde desde las lejanías del cielo. Su corazón se esponjó y se volvió aún más tierno cuando vio lo hermosos que eran los bosques y las praderas. Contempló amorosamente las plantas y ellas se irguieron alborozadas bajo su mirada, y el verdor se hizo más intenso. 

Había arbustos por aquí, árboles por allá y, más allá, flores con la multitud de colores que encerraba la luz que la había traído desde su lejano hogar: amarillo, naranja, azul, violeta, blanco, rosa, verde
limón, lima, azul celeste, aguamarina y los infinitos tonos y matices intermedios. 
—Hijos, quiero tener hijos. Hijos a montones —dijo—. Quiero tener hijos a quienes amar. Hijos que correteen por la hierba. Que canten, que rían y cuyas voces resuenen en las laderas de los montes. Hijos a los que llamar a mi lado para acariciarlos, y cuando sea vieja y desvalida, hijos que me cuiden. Hijos que sean mi fortaleza cuando la vida me haga desfallecer y me debilite. Y cuando me llegue la hora, hijos que me tiendan para reposar. 

El deseo se le concedió y tuvo hijos. ¡Muchísimos hijos! La rodeaban por todos lados. Por un costado y por el otro, por delante y por detrás. Había hijos varones altos, ágiles y tan fuertes que se sostenían sobre una pierna durante horas y horas. Y había hijos varones amables y delicados, que volcaban su afecto y compasión incluso sobre quienes no eran capaces de correr deprisa ni de estar de pie mucho tiempo. Había hijas altas y fuertes como sus hermanos, que pasaban todo el día corriendo y brincando como gacelas de las praderas sin cansarse lo más mínimo. Y había hijas tiernas y encantadoras como las flores, amorosas como madres, afectuosas como hermanos y compasivas como padres. Todos querían estar cerca de la hija del sol y la llamaban Madre. Y así la estrella, la hija del sol, que había reinado en el cielo con inconmensurable brillo, se convirtió en la Madre de Todas las Criaturas nacidas en el planeta verde y azul. 

A todas las amaba y por todas se desvivía, ya fueran altas o bajas, gruesas o espigadas, de piel oscura, pálida o dorada. A todas las cuidaba día y noche. Había hijos que caminaban y nunca corrían, y otros que corrían y nunca caminaban. Había hijos mío-mío, que lo querían todo para sí. Hijos nada, que jamás pronunciaban más que una palabra: nada. Había hijos enseguida vuelvo, que no cesaban de ir y venir. Hijos yo no he sido, incapaces de reconocer que hubieran hecho algo mal. Hijos no sé, hijos ha empezado él, hijos ella se lo ha buscado, que eran egoístas y desconsiderados, y muchos, muchos más hijos. La Madre los cuidaba y les traía lluvias y abundancia. Conocedora del proceder del cielo, les traía también sol y luminosidad. Y cuando llegaba el momento de que las plantas descansaran, hacía venir al Otoño y al Invierno para que las plantas se fueran a dormir. Cuidaba de las criaturas cuando estaban despiertas y cuando dormían. Era la primera en levantarse. Empuñaba una gran escoba y barría y limpiaba, y enseguida estaba lista para trabajar con la azada y cultivar los alimentos que
necesitaban las criaturas. Aunque eran voraces, nunca le faltaba comida para darles después de tanto correr, cantar, jugar al escondite y a todos los juegos de los que los chiquillos nunca se cansan. La Madre de Todas las Criaturas era muy fuerte, pero los años empezaron a ser una pesada carga. Y los hijos de la tierra habían cambiado. En una ocasión, se quejó al sol, diciéndole: —Están muy cambiados. Ya no significo nada para ellos. Incluso llego a dudar que me vean siquiera. 

—Recuerda que son tus hijos —le respondió el sol—. Ellos no te pidieron que los trajeras al mundo. Trabaja con ellos. Encontrarás un tesoro donde menos te lo esperes, cuando menos te lo esperes. Y ella trabajó al servicio de sus hijos, que habían empezado a pelearse por la posesión de las cosas. En lugar de ayudarse entre sí o de hacer algo por sí mismos, los hijos siempre estaban quejándose y reclamando su presencia y sus atenciones.
—Ay, tengo sed… Ay, tengo hambre… Ay, quiero esto, quiero lo otro… Cógeme en brazos, acúname. Tú eres la Madre, tú nos has traído a este mundo. Ocúpate de nosotros. Y la Madre de Todas las Criaturas restañaba heridas, alimentaba bocas hambrientas, regaba gargantas secas y criaba a todos hasta que se convertían en hombres y mujeres. Entonces se desperdigaban por lugares lejanos, y sólo regresaban de vez en cuando, o no volvían nunca más. 

Con el tiempo, se volvieron tan mezquinos y salvajes que empezaron a matarse unos a otros. El corazón de la Madre se consumía de tristeza. Si antes era de porte erguido y altivo, ahora estaba encorvada bajo el dolor y la vergüenza que sus hijos hacían recaer en ella, porque la culpaban de todo. Nunca tenían para ella una palabra amable. Y su corazón sangrante empezó a desgarrarse de pena. Para consolarse, se ponía a cantar mientras trabajaba. Cantaba con el viento que aullaba y derribaba árboles, y con la brisa fresca que acariciaba el
día al alba, sacando suavemente de su sueño a los pájaros para que cantasen a coro a la mañana. Cantaba con la lluvia torrencial que se abatía violentamente sobre la tierra, la desgajaba y la arrastraba al mar. Cantaba con la silenciosa llovizna que caía como un manto de plumas sobre los grandes montes del mundo. Y, en los lugares más fríos, cantaba con la lluvia que se convertía en nieve y con la lluvia que se precipitaba en trozos de airado granizo. 

Mientras cantaba, escudriñaba el cielo, incluso a plena luz del día, como si de allí pudiera venirle alguna ayuda. Luego bajaba la vista hacia su labor y volvía a cantar. A veces, cuando salía a recoger leña en la selva o en las llanuras pobladas de árboles, hablaba en sus canciones sobre los bosques: algunos habían sido destrozados por sus hijos dispersos por el mundo, que talaban los árboles y se llevaban troncos enteros que habían tardado muchos años en crecer, dejando la tierra destruida y agonizante. La Madre de Todas las Criaturas sabía que sus hijos no se preocupaban por la tierra. Excavaban túneles en busca de metales preciosos y dejaban las heridas abiertas y sangrantes. Y ella, mientras vagaba por la tierra, cantaba a retazos esta canción, a veces en voz alta, otras veces para sí:
Me aráis y me removéis, y así cosecháis lo que anhela vuestro corazón, y luego me abandonáis, desnuda y herida. 

Severas sequías me dejan yerma, las lluvias torrenciales desgarran mi carne, y quienes pasan de largo, me escarnecen. Todo lo soporto, todo. Soy la Madre nacida para dar, que no conserva nada para sí. El mundo se alimenta de mí, y mis hijos me miran sin pestañear, mientras yazco envenenada por su mano.
Los oídos de sus hijos no captaban la música de la Tierra y, por ello, no prestaban atención a sus palabras. Sólo en algunas ocasiones, cuando cantaba al anochecer, y sólo a veces, la pesadumbre invadía el corazón de quienes antes fueran hijos afectuosos y compasivos. Los hijos continuaron diseminándose cada vez más lejos, cada cual con ansias de expandir sus territorios. Se levantaban cada día para pelearse por los
árboles. Se peleaban por las piedras relucientes. Y delimitaban con estacas parcelas de tierra. «Este árbol es mío», decía uno. «No, es mío», replicaba otro. Por todas partes sólo se oía decir: «Mío, mío». 

Atrapaban a los pájaros de los bosques y los metían en jaulas donde no había espacio para volar. Sacaban a los peces de las aguas y los metían en peceras donde no había espacio para nadar. Mataban a tiros a los animales sólo por divertirse, y coleccionaban sus cabezas y sus pieles. A veces, rodeaban a los animales salvajes y los encerraban en prisiones. Talaban los bosques y los convertían en eriales. Y cuando la tierra se agotó y la Madre de Todas las Criaturas envejeció, enfermó y murió, los hijos no lo lamentaron porque ni siquiera se dieron cuenta. Al morir, se le concedió su segundo deseo: que sus restos mortales fueran vestidos de negro y que se le permitiera continuar sirviendo a sus hijos lo mejor que pudiera. Y, así, aun después de la muerte, trabajaba día y noche, vestida con una túnica y una capa negras. Ya que no necesitaba dormir, se afanaba aún más trabajando. Y a sus hijos seguía dándoles igual. Sólo sabían decir: «Dame, dame, dame», y ella trabajaba a su servicio sin descanso.

Como se había convertido en espíritu, su boca ya no emitía sonidos. Y sus canciones sólo se oían de noche y al romper el día, porque el viento las encontraba en los valles y los montes que retenían sus ecos. La Madre cuidaba con especial dedicación a una hija nacida en los primeros tiempos que era muda. Tenía unos ojos hermosísimos y una cabellera negra y vigorosa, recogida en trenzas adornadas con cuentas. Tal como crecía su cabellera, así crecía su corazón. Y, a medida que crecía su corazón, sus brazos y piernas cobraban cada vez mayor vigor. Acabó por convertirse en una joven preciosa.

Cierto día, mientras realizaba sus faenas, se detuvo repentinamente y alzó la vista hacia la Madre. Y entonces habló por primera vez. —Déjame que te ayude, Madre. Siéntate a descansar, por favor. Su voz era melodiosa y, una vez que hubo hablado, se hizo un silencio impresionante. Hacía mucho que la bondad había abandonado el planeta y, en ese momento, todo pareció detenerse, aunque sólo fuera por un instante. La Madre exhaló un suspiro. —Ah, gracias, hija mía —dijo. Mediante este acto de generosidad, la Madre quedó liberada. Se desplomó, toda desarticulada, y se convirtió en polvo. Su tarea había concluido. Entonces se desencadenó un tremendo vendaval que levantó una gran polvareda y la elevó hacia el cielo, donde formó la Luna que vemos hoy. 

Así se le concedió su tercer deseo: que una luz tenue brillara sobre ella para que pudiera ver a sus hijos y el planeta verde y azul todos los meses del año. Y hasta ahora mismo, la Luna observa todos los meses a sus hijos luchando y peleándose. Ve a sus hijas, dirigidas por la joven, ocupadas en restañar y sanar, servir y salvar, como ella lo hacía antes. Pero los hijos de las hijas de la Luna continúan luchando, peleando y quejándose. Y la Luna, al verlo, tiene que ocultar el rostro para llorar y juntar fuerzas para mirar de nuevo, enseñando primero sólo una parte de su cara. Luego la va girando poco a poco hasta que su cara entera irradia amor. Esa noche, hay quienes captan ese amor y lo transmiten. Entonces, las hijas de la Luna entonan la canción de quienes están entregados al servicio y, con ella, formulan otro deseo: que los hijos aprendan de nuevo a amar a su Madre.



Sherezade narra al (rey Shariard en esta narración) Harún al-Rashid ​ (en árabe, هارون الرشيد, Aarón el Justo; Rayy, Persia, 17 de marzo de ca. 763 ó febrero de 766 – Jorasán, 24 de marzo de 809; aproximadamente AH 148 –193) ​ fue el quinto y más famoso califa de la dinastía abasí de Bagdad. Gobernó desde el 14 de septiembre de 786 hasta su muerte ​  

El cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones

HISTORIA DE ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES

“Recuerdo, ¡oh rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los días del pasado, ya ido, y en una ciudad entre las ciudades de Persia, vivían dos hermanos; uno se llama­ba Kasín y el otro Alí Babá. ¡Exal­tado sea aquel ante quien se borran todos los nombres, sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo y las conciencias en toda su profundidad, el Altísimo, el due­ño de todos los destinos! Cuando el padre de Kasín y de Alí Babá, que era un hombre del común, murió en la misericordia de su señor, los dos hermanos se repartieron equitativa­mente lo poco que les dejo en he­rencia, tardando poco en consumir tan mezquino caudal y encontrán­dose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni queso. He aquí lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad temprana, olvidando los consejos de los sabios. El mayor, que era Ka­sín, viéndose en trance de secar­se dentro de su pellejo y morir de inanición, se puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no tardó en dar con una casamentera o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien, le casó con una adolescente que tenía buena mesa y muy buena plata; en todo y por todo, un excelente par­tido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera, además de una ape­tecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el centro del mercado. Tal era su destino, marcado en su frente desde su na­cimiento, y así se cumplió.
En cuanto al segundo, que era Alí Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de contentarse con muy poco, se hi­zo leñador y llevó una vida de la­boriosidad y pobreza, pero, a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, gracias a las lecciones de la dura experiencia, que ahorró al­gún dinero, y lo empleó en comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los días los lleva­ba al bosque y los cargaba con los troncos y la leña qué antes traía él sobre, sus espaldas. Habiendo llega­do a ser propietario de tres asnos, Alí Babá inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que uno de ellos se con­sideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos de Alí Babá fueros inscritos en el contrato, ante el kadí y los testigos, como dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa de su esposo absolutamente nada, pues­to que era muy pobre. Mas la po­breza y la riqueza no son eternas; pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alí Babá tuvo de su esposa dos hi­jos; bellas como lunas, que glorifi­caban a su Creador. Él vivía modes­ta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de la leña, y no pedía a su creador más que aquella sencilla y feliz tran­quilidad.
Un día en que Alí Babá estaba en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino de­cidió modificar el sino del leña­dor. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque lejano, se aproximaba rápidamente como un galope acele­rado y estruendoso. Alí Babá, hom­bre pacifico y que detestaba las aventuras y complicaciones, se asus­tó al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su prudencia le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se elevaba en la cima de un pequeño montículo que domina­ba todo el bosque, y así, oculto en­tre sus ramas, pudo observar qué era lo que producía aquel estruendo. ¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los dientes y que, al galope, avanza­ba hacia donde él se encontraba. Al ver sus semblantes sombríos y sus barbas negras, que los hacían seme­jantes a cuervos de presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor especie. Giran­do estuvieron al pie del montículo rocoso donde Alí Babá estaba escon­didó, a una señal de su gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembri­daron sus caballos y, colgando del cuello de cada uno de los animales un saco de forraje que llevaban so­bre la grupa, los ataron a los árbo­les. Después cogieron las alforjas y las cargaron sobre sus propias espal­das, y tan pesadas eran aquéllas, que los bandidos caminaban encorvados bajo su peso. En buen orden pasa­ron bajo Alí Babá, que así pudo fá­cilmente contarlos y ver que eran cuarenta, ni uno más ni uno menos.

En este momento de su narración, Shehrezade vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 852 NOCHE

Ella dijo:

Cargados de esta manera llegaron, ante una gran roca que había al pie del montículo, y se pararon. El jefe, que era el que iba a la cabeza, du­dando un instante en el suelo su pe­sada alforja, se encaró con la roca, y con voz retumbante, dirigiéndose a alguien o algo que permanecía in­visible a todas las miradas, exclamo: “¡Sésamo, ábrete! Al momento la roca se entreabrió, y entonces el jefe se apartó un poco para dejar pasar a sus hombres, y cuando hubieron entrado todos, volvió a cargar su alforja sobre sus espaldas, entrando el último, y exclamando con voz au­toritaria que no admitía réplica: “¡Sésamo, ciérrate!” La roca se em­potró en su sitio tamo si el sortilegio del bandido nunca la hubiese moví­do por medio de la fórmula mági­ca. Al ver todas estas cosas, Alí Ba­bá, maravillado, se dijo: “¡Con tal que no me descubran usando su ciencia de la brujería, me doy por contento!”; y se guardo mucho de hacer el menor movimiento, a pesar de la gran inquietud -que sentía por el paradero de sus asnos, que conti­nuaban abandonados en medio del bosque. Los cuarenta ladrones, después de una prolongada estancia en la cueva en la que Alí Babá los ha­bía visto entrar, dieron señal de su reaparición al oírse un ruido subte­rráneo, parecido a un terremoto le­jano. La roca se abrió, dejando salir a los cuarenta hombres, con su jefe a la cabeza, y llevando las alforjas vacías en la mano. Cada uno de ellos se dirigió a su caballo, lo em­bridó, y, después de colocar las al­forjas en la grupa, montaron sobre las sillas; pero antes de partir, el jefe se volvió hacia la entrada de la ca­verna, y, en voz alta, pronunció la fórmula: “¡Sésamo, ciérrate!”; y las dos mitades de la roca se juntaron sin dejar señal alguna de separación; y con sus semblantes sombríos y sus barbas negras marcharon por el m¡s­mo camino por el que habían veni­do.
En cuanto a Alí Babá, la pruden­cia de que le había dotado Alah hizo que permaneciese algún tiem­po en su escondite, a pesar del de­seo que sentía de ir a recuperar sus asnos, diciéndose: “Estos terribles bandoleros pueden haber olvidado alguna cosa en su cueva, volver de improviso sobre sus pasos y sorpren­derme  aquí. En tal supuesto, Alí Babá vería lo que le cuesta a un po­bre diablo como él interponerse en el camino de Poderosos señores.” Ha­biendo reflexionado así, el leñador se contentó con seguir con la mira­da a los terribles caballeros hasta que se perdieron de vista, dejando transcurrir un buen rato después que hubieron desaparecido, hasta que de­cidió bajar de su árbol con mil pre­cauciones, mirando a derecha e iz­quierda a medida que bajaba de una rama a otra más baja, en tanto que el bosque se encontraba en comple­to silencio.
Una vez en el suelo, avanzó ha­cia la roca en cuestión, reteniendo la respiración y de puntillas. Bien hubiese deseado entonces ir por sus asnos y tranquilizarse respecto a su paradero, pues eran toda su fortu­na y el pan de sus hijos; pero una enorme curiosidad acerca de todo lo que había visto y oído desde lo alto del árbol le empujaba a acercanse a aquella roca, y, por otra parte, estaba escrito que había de ir irremediablemente al encuentro de- aquella aventura. Llegado ante la roca, el leñador la inspeccionó de arriba abajo, y encontrándola lisa y sin ranura alguna por la que pu­diese meter una aguja, se dijo: “¡Sin embargo, es por aquí por donde han entrado los cuarenta ladrones, y con mis propios ojos los he visto desapa­recen en su interior! ¡Quién sabe por qué motivo protegen esta caverna con talismanes de esa clase!” Des­pués pensó: “¡Por Alah! ¡He hecho bien reteniendo la fórmula de aper­tura y cierre! Si ensayo un poco las palabras mágicas, podré ver si ha­cen el mismo efecto saliendo de mi boca!” Olvidando sus antiguos temo­res, empujado por la fuerza del des­tino, Alí Babá, el leñador, se dirigió a la roca, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!” Y aun cuando pudo ser que las pa­labras mágicas fuesen pronunciadas con voz insegura, la roca se separó y se abrió. Alí Babá, muy asustado, hubiese querido volver la espalda y poner pies en polvorosa, mas la fuer­za de su destino le inmovilizó ante la abertura y le empujó a mirar. En lugar de ver el interior de una ca­verna tenebrosa, su asombro creció aún más al ver que ante él se abría una gran galería que conducía a una sala espaciosa y abovedada, ex­cavada en la misma roca y que re­cibía abundante luz por medio de aberturas practicadas en lo más alto. No habiendo visto nada que fuese aterrador, se decidió avanzar y pe­netrar en aquel sitio, pronunciando al mismo tiempo la fórmula propi­ciatoria: “¡En el nombre de Alah, el Clemente, el Misericordioso!”, lo que le acabó de reanimar, por lo que, sin demasiados temores, se en­caminó hacia la sala abovedada, y al llegar a ella notó que las dos mitades de la roca e unían sin ruido, cerrando la salida por com­pleto, lo cual no dejó de inquietar­le, pues a pesar de todo, la valentía y el coraje no eran su fuerte; mas pensó que en cualquier caso podría hacer que, gracias a la fórmula má­gica todas las puertas se abriesen an­te él; y con toda tranquilidad se de­dicó a observar cuanto se ofrecía a su mirada. A lo largo de los muros vio pilas de ricas mercaderías, que llegaban hasta la bóveda, formadas por fardos de seda y brocado, sacos repletos de provisiones de boca, grandes cofres llenos hasta los bor­des de monedas y lingotes de plata y otros llenos de dinares de oro. Co­mo si todos aquellos cofres no fue­sen suficientes para contener todas las riquezas allí acumuladas, el sue­lo estaba hasta tal punto cubierto de vasijas llenas de oro y joyas, que el pie no sabía dónde posarse; te­meroso de estropear algún valioso objeto. El leñador, que en su vida había visto el brillo del oro, se ma­ravilló de todo lo que veía. Al con­templar aquellos tesoros y rique­zas. . ., el menos valioso de ellas re­sultaría digno de adornar el palacio de un rey..., pensó que debían de haber pasado siglos desde que esa gruta empezó a servir de depósito, al mismo tiempo que de refugio, a generaciones de bandidos, hijos de bandidos, descendientes de los ban­doleros de Babilonia. Cuando ABabá se recuperó en parte de su asombro, se dijo: “¡Por Alah! Alí, he aquí que tu destino toma un as­pecto rosado y te lleva, junto con tus asnos y haces de leña, en medio de un baño de oro que no se ha visto desde los tiempos del rey Solimán y de Iskandar, el de los cuernos. De repente aprendes fórmulas mági­cas, te sirves de sus virtudes y te ha­ces abrir puertas de piedra que dan acceso a cavernas fabulosas. ¡Oh le­ñador insigne! Es una gran merced del Generoso que de esta manera te conviertas en dueño de riquezas acumuladas por generaciones de ban­didos. Todo cuanto ha sucedido ha sido para que de ahora en adelante te pongas a cubierto, junta con tu familia, de necesidades y privaciones, haciendo que el oro del pillaje se use para un buen fin.” Habiendo tran­quilizado su conciencia con este ra­zonamiento, Alí Babá, el pobre, co­gió varios sacos de provisiones, los vació de su contenido y los llenó de dinares y otras monedas de oro, sin hacer caso alguno de la plata y otros objetos de menor precio, y cargán­dolos uno a uno sobre sus espaldas, los llevó hasta la entrada de la caver­na y dejándolos en el suelo, se dirigió a la salida, y dijo: “¡Sésamo, ábre­te!”; y al instante se abrieron los dos batientes de la puerta de roca y Alí Babá corrió a buscar sus asnos y los llevó hasta la entrada de la cueva. Una vez que estuvieron-ante ella, los cargó con los sacos, que tu­vo buen cuidado de ocultar con ha­ces de leña encima, y cuando acabó su trabajo pronunció la fórmula de cierre, y al momento las dos mitades de la roca se unieron. El leña­dor se colocó ante sus asnos carga­dos de oro y los animó a echar a andar con voz mesurada, sin atre­verse a abrumarlos con las maldício­nes e injurias que acostumbraba di­rigirles de ordinario cuando retarda­ban el paso. Sin embargo, esta vez no les aplicó tales calificativos, y sólo porque llevaban sobre sus lo­mos más oro del que había en las arcas del sultán.
En este momento de su narración, Shehrezade vio aparecer la maña­na, y se calló discreta.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 853 NOCHE

Ella dijo:

“Y sin aguijonearlos tomó con ellos el camino de la ciudad, y al lle­gar ante su casa, como encontrase que las puertas estaban cerradas, se dijo: “¿Y si ensayase sobre ellas el poder de la fórmula mágica?”; y en voz alta exclamó: “¡Sésamo, ábre­te!”; al instante las puertas, se abrie­ron, y Alí Babá, sin anunciar su lle­gada, penetró con sus asnos en el pequeño corral de su casa, y vol­viéndose hacia la puerta; dijo: “¡Sé­samo, ciérrate!”; y la puerta, girando sin ruido sobre sí misma, se cerró. Así se convenció Alí Babá de que era poseedor de un secreto incompa­ rable y de que estaba dotado de un misterioso poder, cuya adquisición no le había costado más que un pe­queño susto, debido más que nada a los semblantes amenazadores de los cuarenta ladrones y al aspecto feroz de su jefe. Cuando la esposa de Alí Babá vio los asnos en el co­rral y a su esposo descargándolos, corrió hacia él batiendo palmas y exclamando: “¡Oh marido! ¿Cómo abres las puertas que yo misma he atrancado? ¡La protección de Alah para todos nosotros! ¿Qué es lo que traes en este bendito día en esos sa­cos tan pesados que jamás he visto en nuestra casa?” Alí Babá, sin con­testar a la primera pregunta, respon­dió: “¡Oh mujer! Estas sacas nos vie­nen de Alah, y debes ayudarme a llevarlos a casa en lugar de atormentarme con preguntas sobre puer­tas.” La esposa del leñador, domi­nando su curiosidad, le ayudó a car­gar los sacos sobre sus espaldas y a llevarlos, uno tras otro, al interior de la casa. Como ella los palpase y notase que contenían monedas; pen­só que debían ser de cobre. Este des­cubrimiento, aunque incompleto e inferior a la realidad, sumió su áni­mo en una gran inquietud, y termi­nó por creer que su esposo se debía haber asociado con, ladrones o gen­tes parecidas, pues, si no, ¿cómo ex­plicar la presencia de aquellos sacos llenos de monedas? Cuando todos los sacos estuvieron en el interior de la casa, la mujer no pudo contener­se más y abrió uno de éstos, y al hundir sus manos en él y comprobar el contenido, exclamó: “¡Oh, que desgracia! ¡Estamos perdidos sin re­medio, nosotros y nuestros hijos!”
Al oír los gritos y lamentaciones de su esposa, Alí Babá, indignado, exclamó: “¡Maldita! ¿Por qué aúllas así? ¿Es que quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los la­drones?” Y ella dijo: “¡Oh hijo de mi tío! La desgracia ha entrado en esta casa junto con esos sacos de monedas, ¡Por mi vida, apresúrate a colocarlos sobre los lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí, pues mi corazón no estará tranquilo mientras se hallen en nuestra casa!” El marido respondió: “¡Alah confun­da a las mujeres desprovistas de jui­cio! Bien veo, hija de mi tío, que piensas que estos sacos son robados. Tranquilízate, pues nos vienen del Generoso, quien ha hecho que los en­contrase en el bosque. Por otro la­do, voy a contarte cómo ha sido el hallazgo; pero antes vaciaré los sa­cos y te enseñaré el contenido.” Alí Babá cogió un saco y lo vació so­bre la estera, y sonoras carcajadas de oro iluminaron con millones de reflejos la pobre habitación del leña­dor; éste, satisfecho al ver a su mu­jer espantada ante tal espectáculo, hundiendo sus manos en un montón de oro, le dijo: “¡Oh mujer! ¡Escúchame ahora!”; y le contó su aven­tura desde el comienzo, hasta el fin sin omitir detalle; mas no es de uti­lidad el repetirla aquí Cuando la es­posa hubo oído el relato del hallazgo, sintió que en su corazón, el es­panto dejaba sitio a una gran ale­gría, por lo que henchida de satis­facción exclamó: “¡Oh día claro y luminoso! ¡Alabemos a Alah, que ha hecho entrar en nuestra casa los bie­nes mal adquiridas por esos cuaren­ta ladrones, salteadores de caminos, y que de este modo vuelve lícito lo que era ilícito! ¡Él es el Generoso donador!”; y al instante se levantó y comenzó a contar los dinares; mas Alí Babá, riéndose, le dijo: “¿Qué haces? ¿Cómo puedes pensar en contar todo eso? ¡Levántate en se­guida y ven a ayudarme a cavar una fosa en nuestra cocina, a fin de que este tesoro quede oculto sin dejar rastro y pase inadvertido aun para el más avisado. Si así no lo hacemos, atraeremos sobre nosotros la curio­sidad de nuestros vecinos y de los oficiales de policía.”
La mujer, que amaba el orden y que quería hacerse una idea exacta de la riqueza que había adquirido en aquel día bendito, respondió: “Cier­tamente, no quiero retrasar el mo­mento de contar este oro, ya que no puedo permitir que lo entierres sin antes haberlo pesado o medido. Te suplico, ¡oh hijo de mi tío!, que me des tiempo para ir a buscar una medida y lo mediré en tanto que tú cavas la fosa. Así podremos sa­ber a conciencia lo que debemos considerar superfluo o necesario pa­ra nuestros hijos.,” Aun cuando al leñador aquella precaución le pa­reciese poco menos que inútil, no queriendo contrariar a su mujer en unos momentos tan dichosos, le di­jo: “¡Sea!, pero ve y vuelve rá­pidamente, y, sobre todo, ¡guárda­te mucho de divulgar nuestro se­creto o decir la menor palabra!” La esposa de Alí Babá salió en busca de la medida en cuestión y pensó que lo más rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kasín, el hermano de su marido, cuya casa no estaba muy lejos. Entró, pues, en la casa de la esposa de Kasín, la rica y fa­tua, aquella que nunca se dignaba invitar a comer a su casa al pobre Alí Babá ni a su mujer, porque no tenía fortuna ni amistades, aquella misma que nunca había enviado la más pequeña golosina durante las fiestas o aniversarios a los hijos de Alí Babá, ni comprado para ellos un puñado de guisantes, como hacen las gentes muy ricas para regalar a los hijos de la gente muy pobre. Después de ceremoniosos saludos, le pidió una medida de madera por unos momentos. Cuando la esposa de Kasín oyó la palabra medida se sorprendió mucho, ya que sabía que Alí Babá y su mujer eran muy po­bres y ella no podía comprender a qué uso destinarían aquel utensilio, del que de ordinario no se sirven más que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que las demás se contentan con comprar su grano para el día o la semana en casa del abacero. En otra circuns­tancia, sin duda alguna se lo hubiese negado sin importarle el pretexto, más esta vez sentía demasiado pica­da su curiosidad para dejar escapar la ocasión de satisfacerla; y por esto le dijo: “¡Que Alah aumente sus fa­vores sobre vosotros, oh madre de Ahmad! ¿La medida la quieres gran­de o pequeña?” La esposa del leña­dor respondió: “La más grande que tengas, ¡oh mi dueña!” La esposa de Kasín fue a buscar ella misma la medida en  cuestión: No hay duda de que aquella mujer era descendien­te de veinte truhanes, ¡que Alah nie­gue sus favores a los de esta espe­cie y confunda a todos sus descen­dientes!, porque, queriendo saber a toda costa qué clase de grano era el que su parienta quería medir, se valió de una superchería.
En efecto, corrió a coger la me­dida, y diestramente dio una capa de sebo al fondo y las paredes de ésta; después, volviendo al lado de su parienta, se excusó por haber­ la hecho esperar y se la entregó. La mujer de Alí Babá le dio las gracias y se apresuró a regresar a su casa. Una vez en ella, puso la medida sobre el montón de oro, y después de llenarla la vació un poco más lejos, repitiendo esta operación muchas veces y marcando cada una de ella sobre el muro con un trozo de carbón, así tantas rayas como ve­ces la llenaba y vaciaba. Alí Babá, por su parte, terminó su trabajo de cavar la fosa en la cocina y regresó junto a su esposa, quien le mostró jubilosamente las numerosas rayas de carbón, y le encomendó el trabajo de enterrar todo el oro mientras ella iba con toda diligencia a devolver la medida a la impaciente esposa de Kasín; mas la infeliz no sabía que un dinar de oro estaba pegado en el fondo de la medida, gracias a la artimaña de aquella pérfida. Devol­vió, pues, la medida a su parienta, y, dándole las gracias, le dijo: “De­seo devolvértela rápidamente, ¡oh mi dueña!, para no abusar de tu­ bondad.
En cuanto la esposa de Kasín vio que su parienta se marchó, se apresuró a mirar el fondo de la medida; su sorpresa fue muy gran­de al ver una pieza de oro pegada al sebo en lugar de algún grano de haba o avena. Su rostro se puso ama­rillo y sus ojos sombríos como la noche, y, comida de celos y devora­da por la envidia, exclamó: “¡Así sea destruida su casa! ¿Desde cuán­do esos miserables pueden medir el oro por celemines?” Se sentía tan furiosa que, no pudiendo dominar su impaciencia por ver a su esposo, envió rápidamente a una esclava a buscarlo a la tienda. Cuando el sor­prendido Kasín entró en la casa, la mujer le recibió con exclamaciones furibundas. Sin dejarle tiempo a que se recobrase de la sorpresa, le pu­so el dinar ante las narices, y le gritó: “¿Lo ves? ¡Pues no es más que lo que les sobre a esos mi­serables! ¡Tú te crees rico y to­dos los días te felicitas por tener una tienda y clientes, mientras que tu hermano no tiene más que tres asnos por toda fortuna! ¡Desengáña­te, oh jeque! Alí Babá, ese leñador, ese don nadie, no se contenta con contar su oro, como tú, pues él lo mide! ¡Por Alah que lo mide como si fuese grano!” Y en medio de un torrente de palabras, gritos y vocife­raciones, le puso al corriente del asunto, y le explicó la estratagema de la que se había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza de Alí Babá, y añadió: “¡Pe­ro esto no es todo, oh jeque! ¡Aho­ra tú debes averiguar cuál es el ori­gen de la fortuna de tu miserable hermano, ese maldito hipócrita que simula ser pobre y mide el oro por celemines!” Al oír estas palabras de su esposa, Kasín no dudó de la rea­lidad de la fortuna de su hermano, y, lejos de alegrarse al saber que el hijo de sus padres estaría desde en­tonces al abrigo de toda necesidad, sintió que la envidia se enseñoreaba de su ánimo:
En este momento de su narración, Shehrezade vio aparecer la maña­na y discreta, se calló.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 854 NOCHE

Ella dijo:

“...y levantándose, al momento corrió a casa de su hermano para ver por sus propios ojos lo que ha­bía, y encontró a Alí Babá todavía con el pico en la mano, terminando de enterrar su tesoro, y abordándole, sin siquiera llamarle por su nombre y sin tratarle de hermano, pues ha­bía olvidado el parentesco mucho antes de conocer la noticia de su for­tuna, le dijo: “¡Es así, oh padre de los asnos, como recelas y te ocultas de nosotros! ¡Sí! ¡Continúas aparen­tando pobreza y miseria ante las gen­tes, para después en tu vivienda piojosa medir el oro como el merca­der de granos sus mercancías!” Alí Babá se turbó mucho al oír estas pa­labras, pero no porque fuese avaro o interesado, sino porque le constaba la malicia de su hermano y de la esposa de éste, y respondió: “¡Por Alah! No sé a qué te refieres. Apre­súrate a explicarte y seré franco contigo, a pesar de que hace muchos años que has olvidado el lazo de sangre que nos une y desvías la mirada cada vez que te encuentras conmigo o con mis hijos.” Entonces, el autoritario Kasín dijo: “No se tra­ta de eso, Alí Babá, sino de que me saques de la ignorancia, pues no sé por qué has de tener interés en ocul­tármelo”; y le mostró el dinar de oro todavía manchado de sebo, y mi­rando a su hermano de reojo le di­jo: “¿Cuántas medidas de dinares semejantes a éste tienes en tu grane­ro, bribón? ¿Y cómo has reunido tanto oro, vergüenza de nuestra ca­sa?”-. Después en pocas palabras, le contó cómo su esposa había emba­durnado de sebo el fondo de la me­dida que le había prestado y cómo aquella pieza de oro se había pega­do. Cuando Alí Babá hubo escucha­do las explicaciones de su hermano comprendió que lo sucedido ya no se podía remediar, por lo que sin hacer el menor gesto de asombro dijo: “¡Alah es generoso, hermano mío, ya que Él nos envía sus dones! ¡Que Él sea exaltado!”; y le contó con toda clase de detalles su histo­ria del bosque, excepto lo referente a la fórmula mágica, y añadió ¡Hermano mío! Nosotros somos hi­jos del mismo padre y de la misma madre, y por eso todo lo mío es tuyo; yo deseo, si tú te dignas acep­tarlo, ofrecerte la mitad del oro que he cogido de la caverna. El pícaro Kasín, que era tan avaro como mal­vado, respondió: “Ciertamente es así como tú lo entiendes; pero yo quie­ro saber cómo podría entrar en la caverna, y, sobre todo, no me en­gañes, pues en tal caso iría a denun­ciarte a la justicia como cómplice de los ladrones.” El buen Alí Babá, pensando en el destino de su mujer e hijos en el caso de que fuese de­nunciado le reveló las tres palabras de la fórmula mágica, impulsada más por su naturaleza amable que por las amenazas de un hermano tan bárbaro.
Kasín, sin dirigirle una palabra de agradecimiento, le dejó brusca­mente, resuelto a ir él solo a apo­derarse de todo el tesoro de la, cueva. A la mañana siguiente, antes que amaneciese, partió hacia el bos­que llevando con él diez mulas car­gadas con grandes cofres que se pro­ponía llenar con el producto de su primera expedición; por otro lado se decía que una vez hubiese dado bue­na cuenta de las provisiones y ri­quezas sacadas de la gruta en el pri­mer viaje, se reservaría el derecho de hacer una segunda expedición con mayor número de mulas, e incluso, si así lo decidía, con una caravana de camellos. Siguió al pie de la le­tra las indicaciones de Alí Babá, quien en su bondad había llegado in­cluso a ofrecérsele como guía; pero había desistido de su ofrecimiento al ver la sospecha reflejada en la som­bría mirada de Kasín. Pronto llegó ante la roca, que reconoció por su aspecto enteramente liso, y por un árbol que le daba sombra, y alar­gando los brazos hacia ella dijo: ¡Sésamo, ábrete!” Súbitamente la roca se endió por la mitad y Kasín, que había dejado sus mulas atadas a los árboles, penetró en la caverna, cuya entrada se cerró tras él gracias a la fórmula mágica. Su asombro no tuvo límites a la vista de tantas ri­quezas acumuladas, y al contemplar aquel oro amontonado y aquellas jo­yas guardadas en vasijas. Un gran deseo, cada vez más intenso, de ser el dueño de aquel tesoro, se apoderó de el, si bien se dio cuenta de que para transportar todo aquello no se­ría suficiente, no ya sólo una cara­vana de camellos, sino aún todos los camellos que viajan desde los confi­nes de la Chína hasta las fronteras del Irán. Se dijo que para la próxi­ma vez tomaría todas las medidas necesarias para organizar una verda­dera expedición, contentándose esta vez con llenar de oro amonedado tantos sacos como pudiese llevar so­bre las diez mulas. Una vez que aca­bó aquel trabajo, regresó a la gale­ría, y dijo: “¡Cebada, ábrete!” Ka­sín, cuyo ánimo estaba embargado por completo por el descubrimiento de aquel tesoro, había olvidado las palabras que debía decir, lo que ori­ginó su pérdida sin remedio. Volvió a repetir varias veces: “Cebada ábre­te!”; mas la puerta permanecía ce­rrada. Entonces dijo: “¡Haba, ábre­te!”, pero la puerta no se abrió, por lo que dijo: “¡Avena, ábrete!”; mas esta vez_tampoco se abrió hendidu­ra alguna. Kasín comenzó a perder la paciencia; y gritó: “¡Centeno, abre­te!” “¡Mijo, ábrete!” “¡Alforfón, ábrete!”, “¡Trigo, ábrete!” “¡Arroz, ábrete!” Mas la puerta de granito permaneció cerrada. Kasín se asustó mucho al verse encerrado a causa de haber olvidado las palabras má­gicas; pero a pesar de ello continuó pronunciando ante la roca inamovi­ble todos los nombres de cereales y los de las diferentes variedades de granos que la mano del Sembrador lanzó sobre la superficie de los cam­pos en el principio del mundo; pero la roca continuó inmóvil, ya que el indigno hermano de Alí Babá olvidó un grano, el misterioso sésamo, que precisamente era el único que esta­ba dotado de poderes mágicos. Así es como más pronto o más tarde el destino nubla por orden del Todopoderoso la memoria de los truhanes, les quita lucidez y ciega su vista, y hablando de pícaros: “¡Que Alah les retire el don de la lucidez y deje que tanteen en las tinieblas, y que entonces, ciegos, sordos y mudos, no puedan volver sobre sus pasos!” Por otro lado, el profeta, que Alah le ten­ga en su gracia, ha dicho: “¡Sean cerrados sus oídos con el sello de Alah y sus ojos tapados con un velo, pues les está reservado un suplicio espantoso!”
Cuando el pícaro Kasín, que no esperaba este desastroso desenlace, se convenció de que no recorda­ba la fórmula mágica, para tratar de rememorarla comenzó a estru­jar su cerebro inútilmente, pues el nombre mágica se había borrado para siempre de su memoria. Presa de pánico, dejó los sacos llenos de oro y recorrió la caverna en todas direcciones en busca de alguna hendidura, pero sólo encontró pare­des graníticas, desesperadamente li­sas. Igual que una bestia feroz, se mordía los puños con rabia y escu­pía babá sanguinolenta; mas no fue éste todo su castigo; todavía le que­daba la agonía de la muerte que no se hizo esperar.
En este momento de su narración, Sehahrazada vio que aparecía el alba y discretamente como siempre, calló:

PERO CUANDO LLEGÓ LA 855 NOCHE

Ella dijo:

“En efecto, los cuarenta ladrones regresaron al mediodía a su cueva, según su diaria costumbre, y vie­ron que diez mulas cargadas con grandes cofres estaban atadas a los árboles; a una señal de su jefe lan­zaron sus caballos al galope hacia la entrada de la caverna, y, echando pie a tierra, comenzaron a buscar en las inmediaciones de la roca al hom­bre al que pudiesen pertenecer las diez mulas; mas como sus pesquisas no diesen resultado, el jefe se deci­dió a entrar en la cueva, y, levan­tando su sable ante la puerta invisi­ble, pronunció la fórmula mágica, y al momento la roca se dividió en dos mitades, que giraron en sentido in­verso. El encerrado Kasín no dudó de su irremediable pérdida al oír los caballos y las exclamaciones sorpren­didas y coléricas de los bandidos; pero como amaba su vida, quiso sal­varla, y se escondió en un rincón, pronto a lanzarse hacia afuera a la primera oportunidad. Cuando oyó pronunciar la palabra. “sésamo”, mal­dijo su corta memoria, y, apenas vio que la puerta se entreabría, se lan­zó hacia fuera como un carnero, con la cabeza baja, tan violentamente y con tan poca prudencia, que chocó contra el jefe de los cuarenta ladro­nes, derribándolo cuan largo era; pe­ro los demás bandidos se abalanza­ron contra Kasín, y, con sus sables le atravesaron de parte a parte, y en un abrir y cerrar de ojos fue des­cuartizado y separados de su tronco la cabeza y los brazos y las piernas; éste fue su destino.
Los bandidos, después de limpiar sus sables, entraron en la caverna, y viendo alineados ante la salida los sacos que había llenado Kasm se apresuraron a vaciar su con­tenido allí donde había estado an­tes, pero no se dieron cuenta de lo que faltaba, del oro que se ha­bía llevado Alí Babá. A continua­ción se reunieron en- círculo para celebrar consejo, y deliberaron lar­gamente; pero en la ignorancia de haber sido despojados por Áli Babá, no pudieron comprender cómo había podido introducirse nadie en su re­fugio, por lo que decidieron' no se­guir ocupándose de ello por más tiempo, y después de haber descar­gado sus nuevas adquisiciones y des­cansado un rato prefirieran salir de la cueva y montar a caballo para ir a asaltar las rutas de las caravanas, pues eran hombres activos que des­preciaban las largas reflexiones y las palabras; pero ya volveremos a en­contrarlos cuándo llegue el momento.
La esposa de Kasín, aquella maldita mujer, fue la causa de la muerte de su marido, quien, por otra parte, merecía su fin. La perfidia de esta mujer fue la que inventó el ardid del sebo, que fue el punto de parti­da de todos los acontecimientos. Y no dudando del éxito de la expedi­ción de su marido, había preparado una comida especial para celebrar­lo; mas cuando vio que la noche lle­gaba y no se veía a Kasín ni sombra de él, se alarmó mucho, no porque le amase con exceso, sino porque le era necesario; entonces ella se deci­dió a ir a buscar a Alí Babá a su casa; y aquella maldita, que nun­ca se había rebajado a franquear el umbral de su puerta, con rostro preocupado, dijo al leñador: “¡Oh, hermano de mi esposo! Los herma­nos se deben a los hermanos y los amigos a los amigos. Vengó a pedir­te que me tranquilices respecto al paradero de tu hermano, que, como tú sabes, ha ido al bosque y todavía no ha vuelto, a pesar de lo avanzado de la noche. ¡Por Alah, oh rostro bendito! ¡Ve a ver qué es lo que ha sucedido en el bosque!” Alí Babá, que, a las claras se veía, estaba do­tado de un espíritu compasivo, com­partió la alarma de la esposa de Kasín, y dijo: “¡Que Alah aleje a los malhechores de la cabeza de tu esposo, hermana mía! ¡Ah! ¡Si Kasín hubiese querido escuchar mi consejo me hubiese llevado con él como guía! Mas no te inquietes por su retraso, porque, sin duda, lo habrá hecho a propósito, para no llamar la atención de los viandantes al entrar en la ciu­dad a altas horas de la noche.” Aun­qué esto fuese verosínnil, la realidad era que Kasín se había convertido en seis trozos de Kasín: dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabe­za, que los ladrones habían coloca­do en el interior de la galería, tras la puerta de roca a fin de que su sola presencia espantase a cualquie­ra que tuviese la audacia de fran­quear aquel umbral. Alí Babá tran­quilizó como pudo a la mujer de su hermano y le hizo notar que cual­quier pesquisa sería inútil en aque­lla noche sombría, por lo que la in­vitó cordialmente a pasar la noche en su compañía. La esposa de Alí Babá la hizo acostar en su propio lecho; no sin antes haberle asegura­do Alí Babá que con la aurora sal­dría para el bosque.
En efecto, con las primeras lu­ces de la mañana, el bondadoso leñador abandonó su casa seguido de sus tres asnos después de reco­mendar a su esposa que cuidase de la esposa de su hermano Kasín. Al aproximarse a la roca y no ver a los mulos, Alí Babá pensó que algo grave debía haber pasado; su inquietud aumentó al ver el suelo manchado de sangre, y, con voz temblorosa por la emoción, pronun­ció las palabras mágicas y entró en la caverna. El espectáculo de los miembros descuartizados de Kasín le hizo caer, tembloroso, de rodillas, mas sobreponiéndose a su emoción se aprestó a cumplir sus últimos de­beres para con su hermano que, después de todo, era musulmán e hijo de sus mismos padres. Así, pues, co­gió de la caverna dos grandes sacos, metió en ellos el cuerpo descuarti­zado de su hermano, y, poniéndolos sobre uno de sus asnos, los recubrió cuidadosamente con ramaje. Luego, ya que estaba allí, pensó que debería aprovechar la ocasión para coger al­gunos sacos de oro, evitando así que dos de sus asnos regresaran de va­cío. Una vez realizado este trabajo, cubiertos todos los sacos con ramaje como la primera vez, y después de ordenar a la puerta que se cerrase, tomó el camino de la ciudad, deplo­rando en su interior el triste fin de su hermano.
Después que llegó al patio de su casa, llamó a su esclava Mor­gana para que le ayudase a des­cargar los sacos. Aquella esclava era una joven a la que Alí Babá y su esposa habían recogido de pequeña y criado con los mismos cuidados y solicitud que hubieran podido tener para con ella sus mismos padres. La joven había crecido ayudando a su madre adoptiva en el, cuidado de la casa y haciendo el trabajo de diez personas. Era agradable, dócil, edu­cada, y fecunda en invenciones para resolver las cuestiones más arduas y llevar a buen término las cosas más difíciles. Al presentarse ante su pa­dre adoptivo, la joven le besó la ma­no, dándole la bienvenida como tenía por costumbre cada vez que él re­gresaba a casa; entonces, Alí Babá, le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Hoy es el día en el que tu discre­ción y valía se van a poner a prue­ba”; y le contó el fin desgraciado de su hermano, añadiendo: “Su cuerpo está ahí, sobre el tercer asno. Mien­tras que voy a anunciar la noticia a su pobre viuda, es preciso que en­cuentres algún medio para hacerle enterrar como si hubiese fallecido de muerte natural, sin que nadie pueda sospechar la verdad.” La joven, res­pondió: “Te escucho y obedezco”
El leñador, entonces, fue a dar a noticia de la muerte de Kassín a la esposa de éste, quien comenzó a dar alaridos, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidas, pero Alí Babá, con tacto, supo calmarla, con­siguiendo evitar que los gritos y la­mentaciones llegaran a llamar la atención de los vecinos, provocando la alarma en todo el barrio; y, des­pues, añadió: “Alah es generoso y me ha dado grandes riquezas. Si en medio de esta desgracia sin remedio que se abate sobre ti, hay alguna co­sa capaz de consolarte, yo te ofrezco los bienes que Alah me ha dado y que son tuyos, pues de ahora en ade­lante vivirás en mi casa en calidad de segunda esposa, encontrarás en la madre de mis hijos una hermana atenta y cariñosa, y todos viviremos tranquilos y felices recordando las virtudes del difunto.”
El leñador se calló esperando una respuesta, y, en un momento, Alí Babá hizo mella en el corazón de aquella mujer, despojándola de sus malquerencias. ¡Loado sea Alah To­dopoderoso! Ella comprendió la bon­dad de Alí Babá y la generosidad de su ofrecimiento y consistió en ser su segunda esposa, y por su matrimonio con aquel hombre bue­no, llegó a ser realmente una mujer de bien. De este modo consiguió Alí Babá evitar los gritos y la di­vulgación del secreto de la muerte de su hermano, y dejando a su nueva esposa bajo los cuidados de su antigua, fue en busca de la joven­  Morgana, quien no había perdido el tiempo, pues había combinado todo un plan para salvar aquella difícil situación.
En efecto, había ido a la tienda del mercader de drogas, y le ha­bía comprado una especie de trinca que curaba las heridas mortales. El mercader le había servido la medi­cina no sin antes preguntarle quién estaba enfermo en la casa de su amo. Morgana, suspirando, le había res­pondido: “¡Oh calamidad! El mal ti­ñe de rojo la cara del hermano de mi amo, que ha sido llevado a nuestra casa para así estar mejor atendido, pero nadie conoce su enfermedad-, Está inmóvil, ciego y sordo, con ros­tro de color de azafrán. ¡Oh, jeique, que esta trinca le saque de su mal estado!”
En este momento de su narración, Shehrezade vio que aparecía el al­ba, y discretamente como siempre, se calló.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 856 NOCHE

Shehrezade dijo:

“Y había llevado a la casa la trinca en cuestión, de la que Kasín no podría servirse, y allí había espe­rado el regreso de su amo. En po­cas palabras, ella le puso al corrien­te de lo que pensaba hacer, plan que el leñador aprobó manifestando al mismo tiempo la admiración que sentía por su ingenio.
A la mañana siguiente, la dili­gente Morgana fue a ver al mis­mo vendedor de drogas y, con ros­tró lleno de lágrimas y con muchos suspiros, le pidió una droga que de ordinario sólo se da a los en­fermos moribundos, añadiendo: “Si este remedio no le cura, se ha perdido toda esperanza”; y al mismo tiempo tuvo cuidado de informar a todos las vecinos del barrio de la supuesta gravedad de Kasín, el her­mano de Alí Babá.

Al día siguiente por la mañana, cuando las gentes del barrio se despertaron, al oír gritos y lamentaciones, no dudaron de que eran proferidos par la esposa de Kasín, por la esposa del hermano de Kasín; por la joven Morgana y por todos los parientes, para así anun­ciar la muerte de Kasín.
Durante este tiempo, Morgana continuó realizando su plan dicién­dose: “Hija mía, no todo consiste en hacer pasar una muerte violen­ta por una muerte natural, ya que además hay un gran peligro: de­jar que las gentes se den cuenta de que el difunto está cortado en seis trozos” Sin tardanza, corrió a casa de a un viejo zapatero re­mendón del barrio, que no lo conocía y, saludándole, le puso en la mano un dinar de oro y le dijo.: “¡Oh jeique Mustafá, tu trabajo me es necesario!” El viejo remendón que era hombre de naturaleza alegre, respondió: “¡Oh día luminoso, ben­dito por tu venida, oh rostro de lu­na! ¡Habla oh mi dueña, y te res­ponderé con la obedienda!” Morga­na le dijo: “¡Oh, mi tío Mustafá! ¡Levántate y ven conmigo, pero antes coge lo necesario para coser cuero!” Cuando él hizo lo que ella le pedía, tomó un pañuelo y ven­dándole los ojos, le dijo: “¡Es condición imprescindible! ¡Sin esto no hacemos nada!”; pera el zapatero gri­tó: “¡Oh joven ¿quieres que por un dinar reniegue de la fe de mis pa­dres o cometa algún robo o crimen extraordinario?” La joven le contes­tó: “¡Alejado sea el maligno, oh jei­que! ¡Tranquiliza tu conciencia! No es nada de lo que imaginas, pues solo se trata de hacer una costura.” Mientras hablaba le puso en la mano una segunda pieza de oro que con­venció al remendón.
Morgana le cogió de la mano, con los ojos ya vendados, y le llevó a la casa de Alí Babá y allí le quitó el pañuelo y mostrándole el cuerpo del difunto, cuyos miembros ella misma había reunido, le dijo:' “Te he tráído aquí de la mano a fin de que cosas los seis trozos que ves”; y como el jeique retrocediese espantado, la ani­mosa Morgana le puso una nueva moneda de oro en la mano y le pro­metió otra más si hacía el trabajo rápidamente, lo que decidió al zapa­tero a ponerse a trabajar. Cuando concluyó la costura, Margana le volvió a vendar los ojos y despúés de darle la recompensa prometida, le dejó, apresurándose a regresar a su casa, volviendo la vista de vez en cuando para ver si era observada por el zapatero.
Una vez que llegó, tomó el cuer­po reconstruido de Kasín, lo perfumó con incienso y lo amortajó ayudada por Alí Babá. Y para evi­tar que los hombres que trajeran las parihuelas sospechasen nada, ella misma fue por ellas pagando genero­samente. Después, siempre ayudada por Alí Babá, puso el cuerpo en la caja mortuoria y la recubrió con te­las adecuadas. Mientras tanto, llega­ran el imán y demás dignatarias de la mezquita, y cuatro vecinos carga­ron las parihuelas sobre sus hom­bros; el imán se puso a la cabeza del cortejo seguido por los lectores del Corán.
Morgana, iba tras los portado­res llorosa y gimiente, golpeándose el pecho y mesándose los cabellos, en tanto que Alí Babá cerraba, la marcha, acompañado de algunos ve­cinos. Así llegaron al cementerio mientras que en la casa de Alí Babá las mujeres dejaban oír sus lamenta­ciones y gritos de dolor.
La verdad de aquella muerte que­dó al abrigo de toda indiscreción, sin que persona alguna sospechase lo más leve de la funesta aventura.
Por lo que respecta a los cua­renta ladrones, durante un mes se abstuvieron de volver a su refu­gio por temor a la putrefacción de los abandonados restos de Kasín, pero una vez que regresaron, su asombro no tuvo límites al no en­contrar los despojos de Kasín, ni se­ñal alguna de putrefacción. Esta vez reflexionaron seriamente acerca de la situación, y finalmente, el jefe de los cuarenta, dijo: “Sin duda hemos sido descubiertos y se conoce nues­tro secretos si no lo remediamos prontamente, todas las riquezas que nosotros y nuestros antecesores he­mos acumulado con tantos trabajos y peligros, nos serán arrebatadas por el cómplice del ladrón que hemos castigado. Es preciso que sin pérdida de tiempo matemos al otro, para lo que hay un solo medio, y es, que alguien que sea a la vez el más astu­to y audaz, vaya a la ciudad disfra­zado de derviche extranjero, y, usan­do de toda su habilidad, descubra quién es aquel al que nosotros hemos descuartizado y en qué casa ha­bitaba. Todas estas pesquisas deben ser hechas con gran prudencia, ya que una palabra de más podría com­prometer el asunto y perdemos a todos sin remedio, Estimo que aquel que asuma este trabajo debe compro­meterse a sufrir la pena de muerte si da pruebas de ineptitud en el cum­plimieto de su misión.” Al momen­to, uno de los ladrones, exclamó: “Me ofrezco para la empresa y acep­to las condiciones.” El jefe y sus camaradas le felicitaron colmándole de elogios y, disfrazado de derviche extranjero, partió rápidamente.
El bandido entró en la ciudad y vio que todas las casas y tiendas es­taban todavía cerradas a causa de lo temprano de la hora; únicamente la tienda del jeique Mustafá, el remen­dón, estaba abierta, y el zapatero, con la lezna en la mano, se disponía a arreglar una babucha de cuero de color de azafrán; al levantar la mira­da y ver al derviche, se apresuró a saludarle. Éste le devolvió el saludo y se admiró de que a su edad tuviese tan buena vista y manos tan expertas. El anciano, muy halagado y satisfe­cho, respondió: “¡Oh derviche! ¡Por Alah, que todavía puedo enhebrar la aguja al primer intento y puedo co­ser los seis trozos de un muerto en el fondo de un sótano poco iluminado!” El ladrón-derviche, al oír es­tas palabras, se alegró mucho y ben­dijo su destino que le conducía por el camino más corto hacia el logro de su misión, y aprovechando la ocasión, simuló asombro y exclamó: “¡Oh faz de bendición! ¿Seis trozos de un hombre? ¿Qué es lo que quie­res decir? ¿Es que en este país tenéis la costumbre de cortar a los muertos en seis pedazos y coserlos después?”
El jeique Mustafá se echó o reír y respondió: “¡No, por Alah! Aquí no se acostumbra hacer eso, pero yo sé lo que me digo y tengo muchas ra­zones para decirlo, mas por otra par­te, mi lengua es corta y esta mañana no me obedece.” El derviche-ladrón comenzó a reír, no tanto por el aire con que el remendón pronunciaba sus frases, como por atraerse su favor, y haciendo ademan de estrechar su mano, le dio una pieza de oro, diciendo: “¡Oh padre de la elocuen­cia! ¡Oh tío! ¡Que Alah me guarde de meterme donde no debo, pero si en mi calidad de extranjero puedo dirigirte una súplica, ésta será que me hagas la gracia de decirme don­de se levanta la casa en cuyo só­tano cosiste los restos del muerto!” .
Ei viejo remendón; respondió: “¡Oh jefe de los derviches! No podré indicártela, ya que yo mismo no la conozco. Sólo que, con los ojos vendados, fui conducido a ella por una joven embrujadora que hace las cosas coa una celeridad pasmosa. Sin embargo, si me vendasen los ojos de nuevo, podría encontrar la casa guiándome por las cosa que palpé con mis manos durante el camino; porque debes saber, sabio derviche, que el hombre ve con sus dedos co­mo con sus ojos, sobre todo si su piel no es tan dura como la de los cocodrilos. Por mi parte, tengo en­tre los clientes, cuyos honorables pies calzo, muchos ciegos clarividentes, gracias al ojo que tienen en cada dedo, pues no todos han de ser como el malvado barbero que todos los viernes me rapa la cabeza despelle­jándome atrozmente, ¡que Alah le maldiga!”

En este momento de su narración, Shehrezade vio que amanecía y, discreta, se calló.

PERO CUANDO LLEGO LA 857 NOCHE

Dijo Shehrezade:

“El derviche-ladrón, exclamó: “¡Benditos sean los pechos que te han alimentado y ojalá puedas enhe­brar la aguja durante mucho tiem­po y calzar, pies honorables, oh jei­que de buen augurio! ¡No deseo na­da, más que seguir tus indicaciones, a fin de que me ayudes a encontrar la casa en la que suceden cosas tan prodigiosas!”
El jeique Mustafá se levantó y el derviche le vendó los ojos, le llevó a la calle de la mano y mar­cho a su lado hasta la misma ca­sa de Alí Babá, ante la cual, Mus­tafá, le dijo: “Ciertamente es ésta; reconozco la casa por el olor que exhala a estiércol de asno y por este pedruzco que ya he pisado en otra ocasión.” El ladrón, muy contento, se apresuró a hacer una señal en la puerta de la casa con un trozo de tiza, antes de quitarle la venda al remendón. Después; mirando con agradecimiento a su compañero, le gratificó con otra pieza de oro y le prometió que le compraría las ba­buchas que necesitase hasta el fin de sus días; acto seguido, se apresuró a tomar el camino der bosque para ir a anunciar a su jefe el descubrí­miento que había hecho, pero como ya se verá, el ladrón no sabía que corría derecho a ver saltar su ca­beza sobre sus hombros.
En efecto, la diligente Morgana salió para ir a comprar provisiones y a su regreso del mercado notó que sobre la puerta había una mar­ca blanca; y examinándola con atención, pensó: “Esta marca no se ha hecho ella sola y la mano que la ha hecho no puede ser sino una mano enemiga, por lo que es pre­cisa, conjurar el maleficio”; y, co­rriendo a buscar un trozo de yeso, hizo una señal exactamente igual en las puertas de todas las casas de la calle; a derecha e izquierda. Cada vez que hacía una marca, dirigiéndose al autor de la primera señal, mentalmente, decía; “¡Los cin­co dedos de mi mano derecha en tu ojo izquiierdó, y los de mi mano izquierda en tu ojo derecho!”; por­que sabía que no hay fórmula más poderosa para conjurar las fuerzas invisibles, evitar los maleficios, y ha­cer caer sobre la cabeza del maldi­ciente las calamidades, ya sufridas o inminentes.
Cuando los malhechores, aleccio­nados por su compañero, entraron de dos en dos en la ciudad y se dirigieron a la casa señalada, se asombraron mucho al ver que to­das las puertas ele las casas de aque­lla calle tenían la misma señal. A una orden de su jefe regresaron a su cueva del bosque y una vez que estuvieron todos reunidos de nuevo, arrastraron hasta el centro del circu­lo que formaban al ladrón que tan mal había tomado sus precauciones y le condenaron a muerte; a conti­nuación y a una señal del jefe, le cortaron la cabeza. Pero como la ne­cesidad de encontrar al autor de to­do aquel asunto era más urgente que nunca, un segundo ladrón se ofreció a ir a investigar; el jefe escuchó la oferta con agrado y el ladrón par­tió de inmediato para la ciudad, don­se se puso en contacto con, el jeique Mustafá y se hizo conducir hasta la casa en la que se presumía fue­ron cosidos los seis trozos, e hizo en uno de los ángulos de la puerta una señal roja y regresó al bosque­
Cuando los ladrones, guiados por su compañero; llegaron a la calle de Ali Babá, encontraron que todas las puertas estaban marcadas con una señal roja, exactamente en el mismo sitio, ya que la sutil Morgana, al igual que la primera vez, había to­mado sus precauciones.
A su retorno a la caverna, la cabe­za del segundo ladrón-guía, siguió la misma suerte que la de su predece­sor, pero aquello no contribuyó a arreglar el asunto y sólo sirvió para disminuir la tropa en dos hombres, los más valerosos. El jefe reflexionó un buen rato acerca de la situación y dijo: “No encargaré este asunto a nadie más que a mí mismo”; y par­tió solo para la ciudad. Una vez en ella, no hizo como los demás, pues cuando Mustafá le hubo indicado la casa de Alí Babá no perdió el tiem­po marcando la puerta con yeso, si­no que observó atentamente su ex­terior para fijarlo en su memoria, ya que desde fuera aquella casa ofre­cía el mismo aspecto que todas las demás; cuando terminó su examen, regresó al bosque y reuniendo, a los treinta y siete ladrones supervivien­tes les dijo: “El autor del daño que hemos sufrido está descubierto, pues­to que conozco su casa. ¡Por Alah, que su castigo será terrtble! Por vuestra parte, daos prisa en traerme aquí treinta y ocho grandes tinajas de barro, de cuello largo y vientre ancho, todas vacías, excepto una que llenaréis de aceite de oliva; además, cuidad de que ninguna esté rajada.”
Los ladrones que estaban habitua­dos a ejecutar sin rechistar las órde­nes de su jefe, marcharon al mercado para comprar as treinta y ocho tinajas, que una vez compradas, car­garon de dos en dos en los caballos y regresaron al bosque. Reunidos de nuevo, el jefe dijo: “¡Despojaos de vuestras ropas y que cada uno se meta en una tinaja llevando única­mente sus armas, su turbante y sus babuchas.” Sin decir palabra, los treinta y siete ladrones saltaron de dos en dos sobre los caballos porta­dores de tinajas y como cada ca­ballo llevaba un par de aquéllas, una a la derecha y otra a la izquierda, cada bandido se dejó caer en una. De esta manera, se encontraron re­plegados sobre ellos mismos, con las rodillas tocando las barbillas, igual que están los pollos en el huevo a los veinte días. Se colocaron llevando en una mano la cimitarra y en otra un hatillo y las babuchas en el fondo de la tinaja. La única que iba llena de aceite iba de pareja con el ladrón que hacía el número treinta y siete.
Cuando los ladrones terminaron de colocarse -en las tinajas lo más cómodamente posible, el jefe se acercó y examinándolas una por una, cerró las bocas de los recípien­tes con fibra de palmera, a ñn de ocultar el contenido y al mismo tiempo, permitir a sus hombres res­pirar libremente. Para que los vian­dantes no pudiesen abrigar duda al­guna del contenido, tomó aceite de la tinaja que estaba llena y frotó con él las paredes externas de las demás tinajas. Entonces, el jefe se disfrazó, de mercader de aceite y conduciendo los caballos portadores der aquella mercancía improvisada se dirigió hacia la ciudad. Alah le pro­tegió y llegó sin contratiempo, por la tarde, ante la casa de Alí Babá, y para que todo se acabase de po­ner a su favor, Alí Babá en persona estaba a la puerta de su casa, sen­tado en el umbral, tomando el fres­co antes de la oración de la tarde.
En este momento, Shehrezade vio que amanecía y, discreta, se calló.

PERO CUANDO LLEGO LA 858 NOCHE

Ella dijo:

“El jefe detuvo los caballos. y después de saludar, a Alí Babá, le dijo: “¡Oh mi dueño! Tu esclavo es mercader de aceite y no sabe dónde ir a pasar la noche en una ciudad en la que no conoce a nadie, y es­pera de tu generosidad que le con­cedas hospitalidad hasta mañana, a él y a sus bestias, en el patio, de tu casa.” Al oír esta petición, el cora­zón de Alí Babá se ablandó acor­dándose de los tiempos en que fue pobre y, lejos de reconocer al jefe de los ladrones, al que había visto y oído en el bosque, se levantó en su honor y dijo: “¡Oh mercader de aceite! ¡Hermano mío, que mi mo­rada te sirva de descanso y que en ella puedas encontrar ayuda y fami­lia! ¡Sé bien venido!”; mientras ha­blaba le cogió de la mano y junto con los caballos, le condujo hasta el patio, y llamando a Morgana y a otro esclavo, les ordeno que ayuda­sen al huésped de Alah a descargar las vasijas y dar de comer a los ani­males. Cuando las vasijas estuvieron colocadas en buen orden en un ex­tremo del patio y los caballos ata­dos junto al muro y colgando del cuello de cada uno un saco lleno de avena, Alí Babá, siempre tan afa­ble, tomó a su huésped de la mano y le condujo al interior de la casa, donde le hizo sentar en el sitio de honor para tomar la comida de la tarde. Después que hubieron comí­do, bebido y dado las gracias a Alah por sus favores; Alí Babá, no que­riendo incomodar a su huésped, se retiró diciendo: “¡Oh mi dueño! ¡Mi casa es tu casa y lo que hay en ella, te pertenece!” Pero el mercader de aceite le llamó y le dijo: “¡Por Alah, oh mi huésped! Muéstrame el sitio de tu honorable casa en el que pue­da dar descanso a mis intestinos”; Alí Babá le condujo al lugar indica­do, que estaba situado en un ángulo de la casa, cerca de donde estaban las tinajas, y se apresuró a retirarse a fin de no perturbar las funciones digestivas del mercader de aceite.
Y, en efecto, el jefe de los bandi­dos no dejó de hacer lo que tenía que hacer; cuando terminó se aproximó a las tinajas, e inclinándose sobre cada una de ellas, dijo en voz baja: “Cuando oigas que unas piedrecitas golpean tu tinaja, no olvides salir y acudir junto a mí” y habiendo or­denado a su gente lo que debía ha­cer, penetró en la casa. Morgana, que le esperaba a la puerta de la cocina con una lámpara de aceite en la mano, le condujo a la habitación que le había preparado y se retiró. El bandido, por estar mejor dispuesto para la ejecución de su proyecto, se tendió sobre el lecho en el que pensaba dormir hasta la media no­che, y no tardó en roncar estrépito­samente. Y entonces pasó lo que de­bía pasar.
En efecto, mientras Morgana es­taba en su cocina, fregando los platos y cacerolas, la lámpara fal­ta de aceite, se apagó. Precisamen­te la provisión de aceite de la ca­sa se había acabado y Morgana, que había olvidado proveerse duran­te el día, se contrarió mucho y lla­mó a Abdalá, el nuevo esclavo de Alí Babá, a quien hizo partícipe de su contrariedad; éste comenzó a reír y dijo: “¡Por Alah, oh Morgana! Hermana mía, ¿cómo puedes decirme que no tenemos aceite en la casa cuando en este momento hay en el patio, apoyadas contra el muro, treinta y ocho tinajas llenas de acei­te de oliva y que; a juzgar por el olor, debe ser de excelente calidad? ¡Hermana mía!, no veo en ti la di­ligencia, entendimiento y recursos de Morgana;” Después añadió: “¡Her­mana mía, me vuelvo a dormir para poder levantarme con la aurora a fin de acompañar al baño a nuestro amo Alí Babá!”, y se fue a dormir no lejos de donde el mercader de acei­te resoplaba como un fuelle.
Morgana algo confundida por las palabras de Abdalá, tomó la vasija del aceite y fue al patio a llenarla en una de las tinajas. Se aproximó a la primera de ellas, la destapó y me­tió la vasija en la abertura, pero el cacharro, en lugar de sumergirse en aceite, chocó violentamente con­tra algo residente; aquella cosa se movió y se oyó una voz que decía: “¡Por Alah! ¡El guijarro que ha lan­zado el jefe debe ser del tamaño de una roca, por lo menos! ¡Éste es el momento!” y sacando la cabeza, se aprestó a salir de la tinaja. Mor­gana al encontrar a un ser viviente en aquella tinaja en lugar del aceite que esperaba, pensó que había lle­gado la hora de su destino, y, muy sorprendida en un principio, no pu­do dejar de pensar: ,”¡Soy muerta y todos los habitantes de la casa “perecerán sin remedio!; pero la vio­lencia de su emoción le devolvió todo su coraje y en vez de comen­zar a gritar aterrada, se inclinó so­bre la boca de la tinaja y dijo: “¡No, mozo, no! Tu amo duerme todavia. Espera que se despierte.”
Morgana era muy sagaz y lo había adivinado todo, pero para comprobar la gravedad de la situación quiso ins­peccionar las demás tinajas. Aunque la tentativa no dejaba de ser peligro­sa, se aproximó a cada, una, y, tan­teando la cabeza que asomaba tan pronto como la destapaba, decía: “¡Paciencia y .hasta luego!”; de esta manera contó hasta treinta y siete ca­bezas barbudas y vio que la tinaja númetro treinta y ocho era la única que estaba llena de aceite. Entonces, tomó la vasija y, con calma, fue a encender su lámpara para poder po­ner en ejecución el proyecto que su ingenio le había sugerido para sor­tear el peligro inminente.
De vuelta al patio, encendió fuego bajo la caldera que servia para la co­lada, y, sirviéndose de la vasija, la llenó de aceite; como el fuego estaba fuerte, el líquido no tardó en hervir. Entonces, llenó un gran cubo con aquel aceite hirviendo, aproximando­se a una tinaja, la destapó, vertiendo de golpe el liquido abrasador sobre la cabeza que intentaba salir, y al mo­mento, el bandido murió abrasado. Morgana, con mano segura, hizo correr la misma suerte a todos los que estaban encerrados en las tinajas y todos murieron abrasados, pues nin­gún hombre, aunque estuviese ence­rrado en una tinaja de siete paredes podría escapar al destino atado a su cuello. Una ves que realizó su designio, Morgana apagó el fuego, y, cubriendo las bocas de las tinajas con la fibra de palmera, regresó a la cocina, apagó la linterna, y que­dó a oscuras, resuelta a esperar el desenlace del asunto, que no se hizo esperar mucho tiempo.
En efecto, hacia la medianoche, el mercader de aceite se despertó y asomó la cabeza por la ventana que daba al patio, y no viendo ni oyendo nada, pensó que todos los de la casa debían estar durmiendo. Tal como había dicho a sus hom­bres, arrojó sobre las tinajas unos guijarros- que con él llevaba; co­mo tenía el ojo seguro y la mano hábil acertó todos los blancos y esperó, no dudando de que vería surgir a sus hombres blandiendo las armas, mas nada sucedió. Pensando que se habían dormido, les arrojó mas guijarros, pero no apareció ca­beza alguna. El jefe de los bandidos se irritó mucho con sus hombres, a los que creía dormidos, y se dirigió hacia ellos, pensando: “¡Hijos de pe­rrol ¡No valen para nada!”, pero al acercarse a las tinajas hubo de re­troceder, tan espantoso era el olor a aceite quemado y a carne abrasada que exhalaban. Se aproximó de nue­vo y tocando las paredes de una de ellas sintió que estaban tan calien­tes como las paredes de un horno y levantando las tapas vio a sus hom­bres, uno tras otro, humeantes y sin vida.
A la vista de este espectáculo, el jefe de los ladrones comprendió de qué manera tan atroz habían pe­recido sus hombres, y, dando un sal­to prodigioso, alcanzó la cima del muro, se descolgó a la calle, y dan­do sus piernas al viento se perdió en la oscuridad de la noche.
En este momento, Shehrezade vio que amanecía y, discreta, se calló.

PERO CUANDO LLEGO LA 859 NOCHE

Shehrezade dijo:

“Y llegando a su cueva, se sumer­gió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su dueño y las vidas de cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta de que con la huida del mercader de aceite ha­bía desaparecido todo peligro, espe­ró tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí Babá. Cuando éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo para ir al baño, Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: “¡Oh, mi dueño! ¡Levanta la primera tapa y mira dentro!” Alí Babá, al hacerlo, se horrorizó y Mor­gana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle, mas no es útil repetirlo aquí; e igual­mente le contó la historia de las marcas blancas y rojas de las puer­tas, pero tampoco es de utilidad re­petirla.
Cuando Alí Babá hubo escucha­do el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la jo­ven con ternura contra su corazón, le dijo “¡Bendita hija y bendito el vientre que te llevó! Ciertamente que el pan que has comido en está casa no ha sido comido con ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis hijos y de ahora en adelan­te serás mi primogénita!”, y conti­nuó diciéndole palabras amables, agradeciéndole su sagacidad y va­lentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por Morgana y el esclavo Abdalá, procedió al entierro de los ladrones, cuyos cuerpos, tras pensar­lo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que cavaría en el jar­dín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos. Así es como se desembazaró de aque­lla gente maldita.
Muchos días transcurrieron en ca­sa de Alí Babá en medio del rego­cijo y de la alegría, menudearon los comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y dando gracias a Alah por su protección. Morgana era mas querida que nunca y Alí Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle mues­tras de su agradecimiento y amistad.
Un día el hijo mayor de Alí Babá, que era quien regía la antigua tien­da de Kasín, dijo a su padre: “Padre mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein to­das las atenciones con que me abru­ma desde su reciente instalación en el mercado. He aquí que ya he acepta­do en cinco ocasiones participar, de su comida del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo de­searía invitarle aunque no fuese más que una sola vez y resarcirle de to­das sus atenciones con un festín sun­tuoso y único, ya que convendrás en que es conveniente agasajarle debi­damente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para conmigo.”
Alí Babá, rspondió: “¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas gran­de de los deberes! Tendrás que de­jarlo todo a mi cargo y no preo­cuparte por nada. Precisamente, ma­ñana viernes, día de descanso, lo aprovecharás para invitar a tu veci­no Hussein a venir a tomar con nos­otros el pan y la sal, y si por dis­creción busca algún pretexto, no te­mas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que encuentre un agasajo digno de su generosidad.”
A la mañana siguiente, después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que reciente­mente se había instalado en el mer­cado, a dar un paseo. En compañía de su vecino, dirigió sus pasos precisamerae hacia el barrio donde es­taba su casa. Alí Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a ellos con rostro sonriente y después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que te­nía para con su hijo y le invito cor­dialmente a que entrase en su casa a descansar y a compartir con su hijo y con él, la comida de la tarde, y añadió: “¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las aten­clones que has tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la hospitalidad!”
Hussein respondió: “¡Por Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es gran­de ciertamente, pero ¿cómo puedo aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazo­nados con sal y de no probar jamás ese condimento?” Alí Babá, respon­dió: “No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimen­tos serán preparados sin sal ni nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa. Rápidamente corrió a preve­nir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morga­na, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la sal, no sa­biendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar so­bre el asunto, pero no olvidó preve­nir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá..
Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuan­do echaba una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.
Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada co­mo una danzarina: la frente adorna­da con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ceñido con un cinturón de mallas de oro, y brazale­tes de oro con cascabeles en las mu­ñecas y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el puñal de em­puñadura de jade y larga hoja que sirve para acompañar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamo­rada, ya tan grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medi­dos, erguida y con los senos enhies­tos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano dere­cha, a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompañando los pasos de la esclava.
Cuando Morgana llegó ante su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se vol­vió hacia el joven Abdalá y le hi­zo una ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pa­jaro, todos los pasos imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina de profe­sión. Danzó como sólo pudo ha­cerlo ante Seúl, sombrío y triste, Da­vid, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pañuelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los grie­gos, de los etíopes, de los persas y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.
Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado de su amo cesaron de latir y la con­templaron con ojos arrobados. En­tonces, comenzó la danza del puñal; en efecto, sacando de improviso el puñal de su funda de plata, ondu­lante por su gracia y actitudes, dan­zó al ritmo acelerado del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas invisibles.
La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo pa­recía estar el corazón, de la danza­rina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más lento y le atenuó su re­doble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.
La joven se volvió hacia el es­clavo Abdalá, quien a una nueva señá, le arrojó el tambor que ella atrapó al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectado­res, según la costumbre de las bai­larinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un princi­pio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un di­nar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una profunda re­verencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al hués­ped a quien no le gustaba la sal. Hussein tiró de su bolsa y se dispo­nía a sacar algún dinero para aque­lla bailarina codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retroce­dido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el puñal que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lan­zaron hacia Morgana, que tembloro­sa por la emoción, limpiaba su pu­ñal en el velo de seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: “¡Oh amos míos! ¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar al jefe de vuestros enemi­gos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!”
Mientras hablaba, despojó de su manto al cuerpo caído, y mostró ba­jo sus largas barbas, al enemigo que había jurado su destrucción. Cuan­do Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado de Hussein al mercader de aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos, comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su familia a la adhesión atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en los ojos; le dijo: “¡Oh Morgana, hi­ja mía! Para que mi dicha sea com­pleta, ¿quieres entrar definitivamente en mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí está con nosotros?” Morgana besó la ma­no de Alí Babá y respondió: “Aca­to y obedezco.”
El matrimonio de Morgana con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en medio de gran alegría y rego­cijo. El cuerpo del jefe de los han­didos, ¡que, él sea maldito!, se en­terró en secreto en la fosa común que había servido de sepultura a sus antiguos compañeros.
En este momento, Shehrezade vio que amanecía y, discreta, se calló.

PERO CUANDO LLEGO LA 860 NOCHE

Dijo Shehrezade:

“Después del matrimonio de su hijo, Alí Babá escuchaba atentamen­te las opiniones de Morgana, y, si­guiendo sus consejos, durante algún tiempo se abstuvo de volver a la ca­verna por temor de encontrar a los dos bandidos restantes, cuya muerte ignoraba, y que en realidad, como tú sabes, rey afortunado, habían sido ejecutados por orden de su capitán.
Hasta que pasó un año no estuvo tranquilo a ese respecto, pero una vez hubo transcurrido ese tiempo se decidió a visitar la caverna en com­pañía de su hijo y de la avisada Mor­gana. Ésta, que durante el camino no dejó de observar cuanto veía, al llegar a la roca se apercibió de que los arbustos y las grandes hierbas obstruían por completo el sendero que rodeaba a aquélla y que, por otra parte, en el suelo no había ras­tro de pisadas humanas ni huella al­guna de caballos, por lo que, dedu­ciendo que desde mucho tiempo atrás nadie debía haberse acercada a aquellos parajes, dijo a Alí Babá: “¡Oh tío mío! ¡No hay inconvenien­te; podemos entrar sin peligro!” Alí Babá extendió las manos hacia la puerta de piedra y pronunció la fórmula mágica, diciendo “¡Sésamo, ábrete!” Lo mismo que otras veces, la huerta obedeció como si fuese mo­vida por servidores invisibles y se abrió dejando paso libre a Alí Babá, a su hijo, y a la joven Morgana. El antiguo leñador comprobó que, en efecto, nada había cambiado desde su última visita al tesoro; por lo que se apresuró a mostrar a Morgana y a su hijo las fabulosas riquezas, de las que era él único dueño.
Una vez que vieron cuanto había en la caverna, llenaron de oro y pe­drería tres sacos grandes que habían llevado con ellos y, volviendo sobre sus pasos, después de pronunciar la fórmula de apertura, salieron de la cueva.
Dese entonces vivieron con tran­quilidad, usando con moderación y prudencia las riquezas que les había otorgado el Generoso, que.es el úni­co grande. Así es como Alí Babá, el leñador propietario de tres asnos por toda fortuna, llegó a ser, gra­cias a su destino, el hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
¡Gracias a Aquel que da sin medi­da a los humildes de la tierra! He aquí, ¡oh rey afortunado! -continuó diciendo Shehrezade-; lo que sé de la historia de Alí Babá y los cua­renta ladrones, pero ¡más sabio es Alah!
El rey Schahriar dijo:
-Ciertamente, Shehrezade, que ésta es una historia asombrosa, pues la joven Morgana no tiene par en­tre las mujeres de hoy. Bien lo sé yo, que me vi obligado a cortar la cabeza de todas las desvergonzadas de mi palacio.

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